Es Marruecos, tan cercano y tan distante a la vez. Como si esos escasos kilómetros que nos separan fueran una barrera insalvable que en vez de unirnos, nos separan. Hay que saber sacudirse la cáscara de guiri, dejarse llevar por la corriente humana y sentirse como uno más en el torbellino humano de la ciudad. Pasear por sus cuidadas avenidas, esquivar la suciedad en sus descuidadas calles secundarias, disfrutar del espectáculo que pasa ante nosotros en cualquier esquina sentados en la terraza del salón de té, mientras nos sirve amablemente el sexagenario camarero vestido con chaqueta y pajarita un café con leche por 50 céntimos y el limpiabotas lustra nuestro calzado castigado por las infames aceras.
Moverte en sus petit taxis, tras haber ajustado precio con el conductor, anonadado por el ordenado anarquismo del tráfico. Observar a sus bellezas morenas, que mezclan en su indumentaria, la tradición y la modernidad visible en sus ropas y en su profunda mirada africana.
Para el guiri todo lo que de pronto le envuelve resulta llamativo. Las carnicerías, que en la medina sobre todo comercian con despojos, pezuñas, cabezas y embutidos, los puestos de verduras frescas, las pollerías donde los pollos vivos son sacrificados y desplumados ante el comprador. Los carros ambulantes en donde se reponen fuerzas y se templan los cuerpos con un plato de caracoles o de harira, o bien podemos adquirir porciones de turrón arrebatándoselas a la nube de abejas que pululan sobre ellos, sin que al vendedor ni a los compradores parezcan molestarles. Nos llamarán desde los mostradores, los datiles, las ciruelas o los higos secos, las coloristas montañas de especias, que nos deleitan la vista, amen de que sus aromas nos acompañan en nuestro errático deambular constantemente.


Es tal la saturación que a las pocas horas empieza el viajero a sentir la necesidad de espacios abiertos, en los cuales pueda proyectar la mirada mas allá de los 10 ó 15 metros que como máximo puede hacerlo en el interior de la medina.



Comer un bocadillo de kefta en los puestos callejeros, negociar con el taxista que finalmente nos lleva por unos escasos 70 céntimos, entrar al lúgubre aseo del bar. Tomar uno de los autobuses urbanos atestados hasta límites insospechados, etc. etc…No tuvimos suerte con la comida, ya que es realmente difícil salir de los restaurantes para turistas, en el entorno del centro urbano. Así pues y aunque probamos varios platos señeros de la gastronomía del país, no llegamos a encontrar el restaurante que buscábamos, que no es otro que aquel al que acude la clase media, media-alta fesi. Nos tuvimos que conformar con establecimientos populares y callejeros, junto a recintos exclusivamente para turistas. No obstante hemos sacado una idea general de los sabores, texturas y aromas, mas representativos de la cocina norteafricana. Cus cus royal con carne y 7 verduras, tagines de pollo al limon, carne con ciruelas, con olivas, kefta con huevo, pastella, caracoles, bocadillos de kefta, la famosa sopa de ramadan, te a la menta, vinos marroquíes, pastas dulces, etc.
Y todo ello con un presupuesto de auténtica risa.

Quiero volver, de otra manera, pero quiero volver.

