miércoles, 30 de diciembre de 2009

Despedimos el año en Fez

En África, en la antigua ciudad de Fez, hemos terminado el año 2009. A apenas unos minutos de las pistas del aeropuerto de Alicante nos pudimos sumergir en la orgía de sonidos, colores, olores, y sensaciones que supone adentrarse en una auténtica ciudad medieval, con costumbres, mercaderías y oficios desterrados de nuestro país desde hace decenios.

Es Marruecos, tan cercano y tan distante a la vez. Como si esos escasos kilómetros que nos separan fueran una barrera insalvable que en vez de unirnos, nos separan. Hay que saber sacudirse la cáscara de guiri, dejarse llevar por la corriente humana y sentirse como uno más en el torbellino humano de la ciudad. Pasear por sus cuidadas avenidas, esquivar la suciedad en sus descuidadas calles secundarias, disfrutar del espectáculo que pasa ante nosotros en cualquier esquina sentados en la terraza del salón de té, mientras nos sirve amablemente el sexagenario camarero vestido con chaqueta y pajarita un café con leche por 50 céntimos y el limpiabotas lustra nuestro calzado castigado por las infames aceras. Moverte en sus petit taxis, tras haber ajustado precio con el conductor, anonadado por el ordenado anarquismo del tráfico. Observar a sus bellezas morenas, que mezclan en su indumentaria, la tradición y la modernidad visible en sus ropas y en su profunda mirada africana.
Todo en este país es sensual, no tanto bello como borrachera para los sentidos, que definitivamente se ven saturados cuando se traspasan las murallas y a través de una de sus puertas, penetramos en la antigua medina fesi. Es en ese momento al entrar en la mas grande ciudad peatonal del mundo con miles de callejuelas, encerrando mas vida que cualquier otra urbe de occidente, cuando definitivamente tienes ante ti la oportunidad de sentirte parte de esta vorágine.Para el guiri todo lo que de pronto le envuelve resulta llamativo. Las carnicerías, que en la medina sobre todo comercian con despojos, pezuñas, cabezas y embutidos, los puestos de verduras frescas, las pollerías donde los pollos vivos son sacrificados y desplumados ante el comprador. Los carros ambulantes en donde se reponen fuerzas y se templan los cuerpos con un plato de caracoles o de harira, o bien podemos adquirir porciones de turrón arrebatándoselas a la nube de abejas que pululan sobre ellos, sin que al vendedor ni a los compradores parezcan molestarles. Nos llamarán desde los mostradores, los datiles, las ciruelas o los higos secos, las coloristas montañas de especias, que nos deleitan la vista, amen de que sus aromas nos acompañan en nuestro errático deambular constantemente.
Inundarán de color el paisaje ante nuestros ojos las sederías, los intensos dorados de los talleres en los que se trabajan los trajes tradicionales, las miles de babuchas expuestas, las lujosas joyerías y las tiendas de bisutería.


Los sonidos de los talleres artesanos del latón el cinc, faroles, y objetos metálicos en general con su cansino repiqueteo de pequeños golpes con que los artesanos dan forma a bellos faroles, platos, y los mas variados recipientes.


Los aromas a comida, la kefta, la harira, las especias ocres y de aroma intenso, que en un instante dejan paso a repugnantes hedores humanos o animales, que se hacen especialmente agudos e incluso insoportables en los gremios de las curtidurias y sus calles aledañas.


Las sensaciones, los animales, burros y mulas que transportan las mercancías por la ciudad disfrutan de preferencia de paso en cualquier circunstancia, arreados por los transportistas que a voces avisan a los viandantes.
Es tal la saturación que a las pocas horas empieza el viajero a sentir la necesidad de espacios abiertos, en los cuales pueda proyectar la mirada mas allá de los 10 ó 15 metros que como máximo puede hacerlo en el interior de la medina.


Es maravilloso, como simplemente con el gesto de atravesar una puerta, puedes pasar de un ajetreo ciudadano sin límite, en un entorno de casas aparentemente modestísimas, a la paz de un precioso patio interior bañado de silencio, y con el lujo de las mansiones fesis del interior de la medina. Es la expresión mas brusca de la concepción de la vida árabe, donde la apariencia exterior no tiene ninguna importancia.


Será en los días posteriores, cuando ya mas reposadamente seremos capaces de percibir la inmensa cantidad de matices que se nos ofrecen una vez despojados del ansia y las prisas del viajero recién llegado, porque en Marruecos, cualquier actividad no deja de estar envuelta en su encanto, misterio e incluso discreto temor a lo desconocido.
Comer un bocadillo de kefta en los puestos callejeros, negociar con el taxista que finalmente nos lleva por unos escasos 70 céntimos, entrar al lúgubre aseo del bar. Tomar uno de los autobuses urbanos atestados hasta límites insospechados, etc. etc…
No tuvimos suerte con la comida, ya que es realmente difícil salir de los restaurantes para turistas, en el entorno del centro urbano. Así pues y aunque probamos varios platos señeros de la gastronomía del país, no llegamos a encontrar el restaurante que buscábamos, que no es otro que aquel al que acude la clase media, media-alta fesi. Nos tuvimos que conformar con establecimientos populares y callejeros, junto a recintos exclusivamente para turistas. No obstante hemos sacado una idea general de los sabores, texturas y aromas, mas representativos de la cocina norteafricana. Cus cus royal con carne y 7 verduras, tagines de pollo al limon, carne con ciruelas, con olivas, kefta con huevo, pastella, caracoles, bocadillos de kefta, la famosa sopa de ramadan, te a la menta, vinos marroquíes, pastas dulces, etc.
Y todo ello con un presupuesto de auténtica risa.


Volvimos el día 30, tomamos el avión en el coqueto aeropuerto, y atrás dejamos un país y una sociedad singular, una cultura islámica bañada de modernidad en algunos aspectos y tremendamente tradicional en otros. Una manera de encarar la vida totalmente distinta a la nuestra. Ni mejor ni peor, simplemente distinta.
Quiero volver, de otra manera, pero quiero volver.

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